EVA

Un desayuno en Carabaña

Tengo la suerte de moverme entre personas (y en sectores), que luchan por sacar adelante proyectos, aunque enfrentándose a veces a dificultades incomprensibles. Esa suerte me llevó, el pasado 2 de febrero, hasta Carabaña, un pueblo pintoresco  bastante cerca de Madrid, con un potencial enorme (si se lo permiten desarrollar). Objetivo, asistir al Desayuno Informativo Liderazgo Mujer Rural, convocado por AFAMMER (Asociación de Familias y Mujeres del Medio Rural). Creada en 1982, con una visión pionera (y ahora diría que profética) aglutina a 195.000 mujeres del mundo rural español, lo que le da una perspectiva muy completa de lo que pasa en el campo y en la España vaciada.

Fundadora y presidenta, Carmen Quintanilla, conocida por su calidad humana y su enorme capacidad de trabajo y diálogo. Cuando pienso en feminismo de verdad y en compromiso con la sociedad, tengo que nombrarla a ella.

El encuentro vino a coincidir con los tractores en las carreteras y calles españolas, con reivindicaciones que ya resultaban atronadoras cuando llegó la pandemia en 2019. Entonces, “el campo” aparcó su malestar pensando en el bien común y el pago que recibió fue la amnesia y el renovado frenesí legislador de la lejanísima Bruselas, secundado por algunos gobiernos nacionales. No me voy a meter en dibujos analizando la compleja situación de agricultores y ganaderos, porque escapa a mis posibilidades, pero sí tengo claro que, ni nuestro país ni el resto de las naciones europeas pueden jugar a poner en riesgo nuestra independencia alimentaria. Tampoco me parece de recibo que el más que necesario respeto al medio ambiente -algo que entienden muy bien quienes viven en medio de la naturaleza- puede convertirse en una trampa asfixiante. Dicho eso, también creo en el libre comercio, con el que los países terceros se desarrollen vendiendo sus productos, pero siempre con una razonable igualdad de condiciones.

En el desayuno experimenté un déjà vu inquietante. Les cuento: mi interés por la mujer rural no es nuevo. Me habré movido más en los despachos que entre los cultivos, pero mujeres rurales y urbanas han tenido siempre puntos de coincidencia: dificultades profesionales, de reconocimiento de esfuerzos y méritos, dobles y triples jornadas, problemas financieros para emprender, etc. Aunque con el añadido -en el campo- de falta de servicios entre otros lastres. Otra cosa ha unido en las últimas décadas a urbanas y rurales: una creciente preparación académica y profesional que, en el caso de las mujeres del campo, empezó a generar su deserción en busca de mejores oportunidades. Y con esa deserción se debilitaron los pueblos, la natalidad -ya escasa en España- caería en picado por toda la geografía, dificultándose el relevo generacional en los trabajos y perdiéndose oportunidades de desarrollo.

Las mujeres representan un declinante 49% de la población rural (2 de cada 3 se marchan); un 30 % de las explotaciones agrarias están en sus manos y solo el 15% son propietarias de la tierra. Ya he señalado que la salida de las mujeres no es nueva, y en 2011 se legisló para que pudieran compartir la propiedad de la tierra bajo ciertas circunstancias, pero la Ley, así como la inquietud de la Administración, o no se entendió bien o no se pudo llevar hasta el final. De hecho, estaba previsto que beneficiara a unas 15.000 mujeres y solo llegó a 1.257 según el Registro General de Titularidad Compartida.

Lo interesante -de ahí lo del déjà vu– es que, en aquellos momentos, parecía darse un panorama más esperanzador del que existe en estos momentos para el campo y su futuro. He repasado mis papeles porque, hace doce años, tuve el privilegio de dar una charla en Córdoba, un encuentro con estudiantes y futuras jóvenes directivas donde pasamos revista a las posibilidades que les ofrecía el ámbito rural, aunque hubiera mucho que combatir y cambiar. Si mejoraban algunas infraestructuras -desastrosas en buena parte del territorio-, internet, por ejemplo y la tecnología en general, abrían la posibilidad de interconexiones más allá del territorio propio, de replantear formas de negocio y de acceder al aprendizaje, la educación y hasta las distracciones que hicieran más acogedores y habitables los lugares aislados. Eso, sin contar con las posibilidades incrementadas en la actualidad, de que lugares próximos a núcleos urbanos importantes, pudieran acoger nueva población que pudiera ir y venir de su trabajo con unas buenas comunicaciones. Esa perspectiva quitaría presión sobre la vivienda en las ciudades y estimularía los negocios y opciones en los pueblos. En 2012, por otra parte, teletrabajar tampoco era tan fácil ni tan frecuente, pero es algo que podría añadirse a la oferta del ámbito rural.

Hablamos en aquella charla de Biotecnología, aplicado a la industria alimentaria o ganadera, un sector importantísimo en nuestro país. De Ecoindustrias. De Energías Renovables, planteadas con inteligencia y criterio. A un nivel más modesto, repasamos los nichos de ocupación que algunas mujeres rurales habían encontrado, relacionados con el cuidado de dependientes en servicios muy concretos, de los cultivos especializados, pensados en términos gourmet o cosméticos. El turismo tenía también mucho que ofrecer, más allá de la típica casita rural, como la puesta en marcha de rutas o de iniciativas que relacionasen varios pueblos y supusieran alicientes gastronómicos o de otro tipo, así como los de cuidados y salud que representan balnearios y otros centros.

La sostenibilidad aparecía como otro factor de empleo y arraigo. En cifras que manejé entonces, emitidas por el Observatorio de la Sostenibilidad, la gestión del ciclo integral del agua (esto es, a medias urbano, a medias rural) podía proporcionar 58.000 empleos en un próximo futuro; la recogida y tratamiento de residuos (muchos, punto de partida para biomasa) 140.00 empleos; la agricultura y ganadería sostenibles, 50.000 empleos; la conservación de espacios naturales, 43.000 empleos. Este Observatorio era tan optimista que multiplicaba los actuales trabajadores del campo por cuatro para 2020.

¿Es de este mundo rural del que podríamos hablar ahora? ¿Qué ha pasado? ¿Podemos culpar de todo a la pandemia? ¿Dónde estamos en estos momentos? ¿Qué han estado haciendo en los despachos de Europa y en nuestros despachos?

Aunque algunos se resistan a aceptarlo, la situación de la mujer suele ser un termómetro de la realidad social. Es cierto que la pandemia animó a muchas a volver al campo para emprender: con muchos obstáculos burocráticos, dicho sea de paso. Pero el caso es que la preocupación que se despertó en 2011 sobre el significado de su fuga se repitió con otro Diagnóstico de la Igualdad en el Medio Rural emitido por el Ministerio de Agricultura en 2021. Se ve que no llegó donde debía.

Ahora muchos se echan las manos a la cabeza con los tractores -y los ganaderos y ya vendrán los pescadores- y sacan a relucir promesas y palabras. Poco hablan quienes tanto legislan sobre el mundo rural de la ausencia de infraestructuras y servicios -guarderías, sí, educación y sanidad (¡y bancos!) que facilitarían la vida y el arraigo. Se han acelerado internet o digitalización, pero no todos los pueblos tienen asegurado el servicio, a pesar de que una Administración de espaldas a esa realidad, así como al envejecimiento de una población que no nació con la pantalla bajo el brazo, exige cada vez una mayor relación online con el ciudadano. Y, por cierto, una queja que hemos escuchado estas semanas es que el 80% de las ayudas comunitarias de la PAC se las llevan un 20% de las explotaciones en España, grandes explotaciones, beneficiadas, no por favoritismo, sino porque pueden disponer de abogados y gestores capaces de enfrentarse a la maraña de exigencias, casi inasumibles por el campesino o ganadero solitario.

Todo o casi todo podría solventarse si la situación del campo fuera económicamente boyante, pero la precariedad ya era grande antes de la pandemia. Se sacaron de la manga entonces esa ley de cadena alimentaria que podría contrarrestar el poder -supuesto o real- de la distribución sobre el productor. No era el único problema, pero ahora se reconoce que esa flamante ley nunca llegó a ponerse realmente en marcha.

Con un horizonte de 2.500 millones más de habitantes en el mundo, la idea de desmantelar el campo, por acción o por omisión, significa mucha ceguera por parte de las autoridades comunitarias y de las más próximas. Un medio rural vivo y con futuro es imprescindibles para garantizar la seguridad alimentaria, conservar nuestro patrimonio rural y ofrecer extraordinarias oportunidades a las mujeres y con ellas a sus familias y a muchos urbanitas que prefieren otro estilo de vida y un país más diverso y productivo.

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