Qué he hecho yo para merecer esto es una de mis películas favoritas de Pedro Almodóvar. Rodada en 1984, es esperpéntica, puro humor negro, pero refleja la realidad más cruda de muchas mujeres a través de la aparente exageración. En una de las primeras escenas, Gloria, la sufrida protagonista (estupenda Carmen Maura) está en su trabajo como limpiadora en un gimnasio. Mientras friega los baños, un cliente la viola sin aspavientos y sin aspavientos sigue ella con sus faenas después de la agresión. La violencia contra la mujer —no importa su edad— es tan común que las sociedades más avanzadas todavía tienen dificultades para identificarla y abordarla con la eficacia que precisaría la peor de las epidemias. Nadie decente quiere esa lacra, que repugna, pero que sigue ahí a pesar de que en las últimas décadas se han tomado muchas medidas y se han realizado numerosas campañas para limitar sus efectos y dejar de verla como algo normal o fatal.
Fatal lo es, en cierta medida, como todos los comportamientos infames del ser humano, pero debería ser la excepción, incluso en sus versiones más leves, y las posibles víctimas —o supervivientes, llegado el caso— encontrar siempre el apoyo que necesitan. Por desgracia, con toda su negrura, la situación de las mujeres en las sociedades a las que nosotros pertenecemos sería un sueño para las que viven en otras latitudes, acosadas por las guerras, por el azote de tradiciones repulsivas y por el auge y persistencia de supuestas religiosidades (cuyos tentáculos, por cierto, nos alcanzan).
Viene todo esto a cuenta del famoso movimiento #MeToo (Yo también) promovido por las actrices norteamericanas, que se han sentido víctimas del acoso y el abuso sexual en algún momento de su carrera, y de cuya aceptación dependía su trabajo o su continuidad en la industria. Su grito pretende ser un punto final a esas situaciones y el gran villano de la historia, convertido en suma y sigue de todos los que funcionan como él en el espectáculo, es (o era) el poderoso productor Harvey Weinstein. Me parece muy bien que sus actos se lo lleven por delante, aunque me inquieta que eso no suceda con la sentencia de los tribunales y que todo quede en un linchamiento que puede volverse contra quienes lo promueven, por muy justa que sea su causa. También me inquieta que el comportamiento de Weinstein no fuera ningún secreto y que incluso provocase frecuentes bromas hasta en las ceremonias de los Oscar. Nunca es tarde para poner un punto final a lo perverso, pero la idea de que se imparta justicia en las redes sociales y en los talk-shows televisivos se presta a venganzas y falsedades, mucha hiperventilación y ganas de denunciar para destacarse, lo que, lejos de depurar el ambiente, pueden enrarecerlo en beneficio de nadie.
Hasta ahora, lo mejor de #MeToo (Yo también) es el aldabonazo que ha servido para poner el foco sobre el acoso y la violencia cotidianas en el terreno profesional/laboral y que ha provocado reacciones entre las mujeres de muchos países. También ha generado controversia y, si el debate no se queda en la anécdota, dará pie a seguir insistiendo y analizando un problema común a todos los sectores y que alcanza a todos los niveles de de un staff. Por ejemplo, según datos de la Unión Europea, tres de cada cuatro directivas se han visto en momentos desagradables por su condición de mujer, lo que significa que no son únicamente las más jóvenes las que tienen que lidiar con chantajes ni presiones.
Y, por cierto, la Unión Europea también se está enfrentando ahora mismo a sus propios demonios, porque en la organización —¡y entre los europarlamentarios!— se dan situaciones de acoso y agresión por razón de género que es necesario detectar, eliminar y sancionar. Si esto pasa en la UE, no quiero imaginar lo que puede darse en otras instituciones que integran a países donde se toman los derechos de la mujer —más allá de las declaraciones de principios— a beneficio de inventario. Digo que no lo quiero imaginar, pero es una frase hecha: lo sé, como sé que es compatible organizar programas avanzados en favor de las mujeres, como hace Naciones Unidas, y que en esos mismos despachos de la ONU se conviva con quienes toleran los crímenes de honor, los matrimonios infantiles, la explotación, la mutilación y las peores versiones de la guerra (a veces protagonizadas por los mismísimos Cascos Azules).
Reconozco en las estrellas norteamericanas de Hollywood, en las del teatro y en las de la música una voluntad de no quedarse en las palabras. Trescientas de ellas han creado un fondo de defensa legal al que puedan acogerse mujeres de cualquier sector para salir al paso de las agresiones en el ámbito laboral. Es su reacción a una carta de solidaridad que el pasado noviembre les dirigieron a las promotoras del movimiento las mujeres de la Alianza Nacional de Campesinas, que representa a 700.000 trabajadoras agrícolas, a menudo inmigrantes. Pero Hollywood tiene que encargarse de Hollywood y cada cual, en otros lugares, de su parcela.
Las mujeres constituimos la mitad de la población mundial. Estamos ahí, en cada mapa habitado de la Tierra. Nuestras condiciones son tan diferentes como las de los paisajes en los que nos movemos, pero compartimos muchos problemas de violencia inaceptable, aunque el grado de daño, el aspecto masivo de los ataques o los recursos de defensa sean incomparables de unos lugares a otros. No obstante, es un fenómeno lo suficientemente importante como para aprovechar al vuelo cualquier circunstancia para ponerlo sobre la mesa y ver —cada uno/una dentro de sus posibilidades— qué puede hacer para combatirlo. Es fácil pensar en el legislador y en el gobernante, en las fuerzas del orden o en los jueces, en las organizaciones empresariales y en los sindicatos, pero la responsabilidad y el esfuerzo se reparte en cascada. Algo tendrá que decir la escuela y mucho más las familias, para educar a los hijos y a la hijas de forma que no tengan entrañas de verdugo ni alma de víctima, hasta donde es posible evitar ese papel.
No he aludido a las asociaciones de mujeres por no alargarme, pero demasiadas veces me parecen ensimismadas en sus objetivos, puristas en sus juicios sobre el marchamo feminista de este grupo o el otro y poco dadas a unir fuerzas frente a objetivos comunes y transversales. Es hora de pensar qué (práctico, concreto) podemos hacer juntas o coordinadas, más allá de las palabras y las condenas cuando se producen casos lamentables.
Decía antes que la mitad de la población la conformamos las mujeres y tenemos que poner toda nuestra energía en la defensa, sin complejos, de nuestra libertad y la de aquellas que son menos afortunadas, pero necesitamos contar con la otra mitad de la población o, por lo menos, con todos los hombres de buena voluntad para cambiar las cosas. Creo que la violencia más burda y sangrienta no necesita demasiadas explicaciones, pero otras formas de agresión cotidiana solo la perciben los más evolucionados, los menos cómodos, y que deben ser unos aliados más activos. Hay que ampliar esa base para, mano a mano, ponerle fecha de caducidad a la lacra del sufrimiento y el miedo que la inercia y la maldad tratan de prolongar en las mujeres, solo por eso, porque son mujeres.