Plata de Ley, El Valor del Talento Silver.

Hace dos mil años, Cicerón escribió un tratado «Sobre la vejez», que suscitó a la vez admiración e ironía. Se catalogó como elogio paradójico, es decir ese ejercicio retórico que consistía en alabar cosas tan poco alabables como la mosca, la locura… o la vejez. En una época en la que la edad media de vida era muy inferior a la nuestra, escribir un libro para refutar la idea según la cual la vejez se definía como una acumulación de problemas y de enfermedades podía aparecer como la extravagancia de un intelectual alejado de la realidad de la vida. Pero lo que decía Cicerón, cuyo pensamiento influyó sobre no pocas mentes ilustradas, puede resumirse en dos aspectos muy sensatos: la vejez permite descubrir al fin el ocio que la vida activa hacia más o menos imposible; también es un tesoro de sabiduría del que pueden aprovecharse las nuevas generaciones.

Todos aquellos que han visto autocares repletos de jubilados dirigirse alegremente a tal o cual destino, han podido comprobar en estos últimos decenios que ese ocio era, no solo una fuente de regocijo para ellos, sino también un manantial económico, a través de cientos de agencias de viaje, hoteles, restaurantes etc. Pero es verdad también que la situación económica notablemente más tensa, el problema de las pensiones que en nuestro país son cada vez menos generosas y garantizadas, el recelo de algunos, por motivos ecológicos, en utilizar el transporte aéreo, todo ello permite pensar que en el futuro ese campo de actividad tendrá tendencia a estabilizarse o incluso a disminuir. Nos queda el segundo tema, el de la vejez como tesoro para las nuevas generaciones. Para Cicerón, se trataba fundamentalmente de la comunicación de lecciones de vida de índole intelectual y espiritual. Nuestra época ha dividido cuidadosamente el tema de las lecciones de vida: aquellos que son creyentes recurren a sacerdotes, los que tienen inquietudes intelectuales o personales consultan a filósofos o a psicoanalistas, y los que buscan cómo comportarse en la vida activa siguen afanosamente los consejos de los coach, que pueden ser más jóvenes que ellos pero que presumen de un saber que yo diría técnico. A los ancianos se recurre poco, estimando que lo que hoy se vive es fundamentalmente diferente de lo que ellos vivieron.

Sin embargo, todo ello está cambiando. En Estados Unidos, que nos preceden siempre para lo bueno y para lo malo, se habla cada vez más de un “tsunami” del “silver age”, de la “edad de plata”, metáfora de una poderosa ola de personas mayores de cincuenta años y más, que estaban listos para la jubilación -según se había decidido- y que cada vez más aparecen como un depósito de posibilidades inexploradas. Que las cosas queden claras: quien a los sesenta años o más, -depende de los países- decide jubilarse, tiene ese derecho, recogido en la legislación laboral, especialmente si su trabajo exigía un esfuerzo físico o psicológico de gran intensidad. ¿Pero qué pasa si se le propone una sustanciosa prima/remuneración para que siga trabajando y si es capaz de hacerlo? Nadie puede creerse que exista un reloj biológico idéntico para todos. En particular es un error imaginar que el mundo de las nuevas tecnologías y de las start up es solo para los jóvenes. Su complejidad exige a menudo ese tesoro de inteligencia práctica y teórica que es la experiencia. Se me objetará seguramente que favorecer la permanencia de personas que ya tienen treinta o incluso cuarenta años de trabajo a la espalda, no solo es problemático desde el punto de vista de las facultades físicas y mentales de esas personas, sino porque privarían de puestos de trabajo a la generación que actualmente tiene entre veinte y treinta años. Eso sería verdad si los que llegan fuesen tan numerosos como los que se marchan, pero ello dista mucho de ser la realidad.

La generación del babyboom fue pletórica, mientras que actualmente la natalidad se establece a niveles inquietantes, que no permiten la renovación generacional. Si se pretende mantener una actividad económica que salvaguarde lo adquirido hasta hoy, yo no veo más que tres soluciones: o aumentar la rentabilidad, pero ello tiene sus evidentes límites; o recurrir a la inmigración, con el problema que los inmigrantes pobres suscitan rechazo, mientras los más cualificados pueden encontrar propuestas interesantes en países donde el nivel de vida supera al nuestro; o permitir que aquellos “silveristas” que lo desean seguir trabajando, no solo para formar a la nueva generación, sino también para asumir las responsabilidades propias de un puesto de trabajo.

No puedo ocultar que se trataría de una verdadera revolución cultural, que necesitaría una cuidadosa preparación, al menos a tres niveles:
– la concertación sobre la edad “oficial” de la jubilación. El ejemplo de nuestros vecinos galos muestra las pasiones que desencadena ese tema, la violencia en la defensa de los intereses corporativistas, la dificultad por no decir la casi imposibilidad de establecer un diálogo realista que tenga en cuenta la situación de los trabajadores y de las empresas, así como las posibilidades del Estado. Una cosa al menos es segura: no se puede seguir ignorando que la edad media de vida ha aumentado de manera significativa y que quien era hace solo treinta años un anciano es ahora, a la misma edad, una persona cuyas posibilidades están lejos de estar agotadas;

– los incentivos para prolongar la actividad laboral: primas y compensaciones diversas negociadas individualmente en función de las capacidades de cada uno y de las posibilidades de la empresa;

– adaptación de las condiciones de trabajo a la condición física, que de hecho ya se dan en la vida laboral por otras razones: jornadas reducidas, pausas, etc.

En tiempos lejanos, los alquimistas pretendían cambiar el plomo en oro y a pesar de sus esfuerzos todo se quedaban en ilusiones. Quizá será algo más fácil trasformar la plata en oro, y en todo caso, me parece que no nos queda otra alternativa.

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