De un año a otro

Son muchos los temas con los que despedir este intenso 2018 y prepararse parar un 2019 que se anuncia igual, pero el denominador común de estos meses y los que nos esperan es el estallido de la «cuestión mujer». Ha entrado en la agenda política, legislativa, económica, social, cultural, etc. con voluntad de quedarse: para bien, si se aborda adecuadamente; o para mal, si se considera un fenómeno que puede resolverse con algo de barniz.

Cuando llevas décadas en un feminismo sin apellidos, defendiendo, en mi caso, la diversidad en la empresa, es decir, el derecho de las mujeres a triunfar/fracasar según sus méritos y sin cortapisas por su condición femenina, un año como el que termina puede parecer glorioso, aunque el conocimiento de la trastienda refrenan mi entusiasmo.

Estamos en un momento extraordinario, pero la diferencia entre jugar bien o mal las cartas, desde ahora, significa acelerar la transformación social que esperamos o cumplir esa profecía, avalada por estudios (¿pesimistas?, ¿realistas?) según la cual la igualdad se alcanzará allá por los años 70 de este siglo, y me refiero a nuestro paralelo occidental.

Luchar por la igualdad, ayer y hoy, supone cuestionar las estructuras del poder y eso genera fricciones y resistencias, incluso en las sociedades más avanzadas donde vemos un gran catálogo de ventajas para las mujeres, pero con una letra pequeña llena de contradicciones —eso lo han descubierto algunas jóvenes enroladas en nuevas formas de feminismo—. La igualdad implica redistribuir cargas y responsabilidades y tomar decisiones que afectan a la familia, la sociedad, la manera de trabajar, la manera de pensar política. La reciente irrupción de un nuevo partido en el tablero español ha causado conmoción por sus presuntos criterios «contra las mujeres». No es el único y, sea como sea, está muy bien que nos recuerden que no hay derechos seguros y para siempre y que a veces pueden verse atacados por donde menos se espera, lo que representa un acicate para actuar críticamente frente a la catarata de normas, leyes y promesas halagadoras que se nos hacen, si no van seguidas de presupuesto o de cambios concretos que realmente hagan posible la igualdad.

El 8 de marzo de 2018 marcó un hito —espectacular en España— y pienso que habrá muchos 8 de marzo y muchas reivindicaciones de ahora en adelante, incluso —lo estamos viendo— en países donde la condición de la mujer es más que lamentable. Pero necesitaremos de firmeza, inteligencia y estrategia para dar las batallas. También autocrítica, porque no hay peor trampa que dejarnos «proteger» más allá de lo justo y razonable, perpetuando el rol de criaturas indefensas (obviamente no me refiero al aspecto físico ni a riesgos inaceptables, solo por ser mujeres). Lo digo por el hartazgo que me produce escuchar discursos quejicosos entre mujeres a las que su preparación les daría recursos para enfrentarse a los problemas con más audacia (la solidaridad también las haría más fuertes).

Somos la mitad de la población, así que avanzar en la igualdad —y esto es lo que tenemos que entender sin titubeos y hacer entender a los hombres en un diálogo abierto del que la sociedad anda escasa— implicaría beneficios para todos. De interiorizarse realmente, ampliaría la presión de unos y otras para que se produzcan los cambios que todos necesitamos, justo cuando la tecnología nos abre a un mundo que no puede funcionar de acuerdo con las viejas rutinas y principios. El reto de un futuro del que poco sabemos en cuanto a formas de trabajo y de vida exige el talento de todos.

Un ejemplo de cómo nos afecta la desigualdad (de género, pero no solo): terminamos 2018 con el peor dato demográfico. Estamos en ese punto —anunciado hace años, con la asombrosa pasividad de todas las instancias de poder— donde hay más muertes que nacimientos. Cifras de 1941. Pura posguerra. La falta de niños apunta a las mujeres. Aceptemos que algunas no quieran tenerlos, pero es una minoría frente a las que se ven atrapadas por unas reglas de juego que también afectan a sus parejas, ya que a menudo no suman recursos para una vida razonable. ¿La crisis económica? Por supuesto, más 40 años de una democracia que ha dado la espalda a la familia, salvo a la hora de esperar que se haga cargo de los dependientes, socorra a los parados de larga duración y —en algunos lugares— legue una ruina testamentaria cuando llega el momento.

A muchas mujeres jóvenes también les lleva a aplazar la maternidad los enfoques rígidos de carrera/profesión para que no se las castigue por una (o más de una) breve interrupción en su vida laboral. Saber que, si a tal edad no has llegado a tal puesto, te descalifica para siempre, no tiene justificación. Y, por otra parte, está la falta de infraestructuras que faciliten la crianza de los niños. Si no hay abuelos a los que explotar —incluso si lo hacen encantados—, los bebés son difíciles de compatibilizar con una oferta de trabajo exigente o fuera de la ciudad natal. ¿Cambiarán algo los permisos de paternidad? Soy escéptica porque se mantienen los problemas de fondo y no sé si se ajustan a nuestro tejido empresarial, ni si reflejan un reparto de cargas que debe aprenderse desde la escuela.

Como algo positivo de 2018 está la multiplicación de nombramientos de mujeres para puestos destacados. Incluso la irrupción del deporte femenino, tratado con más interés y respeto por los medios. Me parecen buenas noticias a la hora de visibilizar y normalizar nuestra presencia en todo tipo de ámbitos. Eso implica someterse a la crítica y, una vez más, me parece muy importante perseguir los comentarios machistas en esa crítica, pero no refugiarse en «el género» para desacreditar comentarios irritantes (distinto es desear más nivel de debate en nuestro país).

En este aspecto, a veces nos deslizamos por un campo de minas. Después del famoso Me Too han proliferado las denuncias, las manifestaciones y los juicios a los juicios, en una mezcla, de emociones y argumentos, peligrosa a medio plazo para nuestros intereses. Está bien reaccionar ante los abusos: más que bien, es obligatorio. Pero no puede haber víctimas de primera y de segunda, a conveniencia. Ni convertir ciertos casos en pasto de redes sociales y menos jugar con acusaciones «a bulto», que luego se descubren falsas pero que ya han destrozado reputaciones o dañado carreras. Siglos cargando con la letra escarlata nos debe hacer tan firmes como cautas.

La proliferación de casos de violencia sexual —en un grado o en otro— nos tiene que llevar a la raíz del problema. Por desgracia, no siempre puede evitarse el delito, pero es necesario, en aquello que podemos hacer, revisar qué está pasando con nuestros jóvenes para que muchos tengan una mentalidad inexplicable, y también qué pasa con nuestras chicas, capaces de caer en trampas incompatibles con una formación que debería darles mucha mayor seguridad y autoestima. Mejorar las estructuras de la Justicia y antes las de la educación resulta imprescindible y más eficaz que publicidades bienintencionadas pero simplistas.

La igualdad es un asunto que nos afecta a todos, pero somos nosotras las que tenemos que seguir sumando fuerzas para hacerla real, saliendo de nuestras burbujas —tantos grupos feministas aislados unos de otros, tantas asociaciones femeninas aisladas unas de otras; tantas profesionales aisladas unas de otras…—, propiciando el debate entre nosotras y con los hombres para acelerar el cambio. Tal vez no en 2019, pero viéndolo más cerca.

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